En ocasiones solo se necesita de
la luna y las estrellas para sonreír. Pero, en otras solo basta con el sol y
el cielo para ser feliz, aunque sea por quince minutos.
Recordar, de repente, que existen los atardeceres con una sensación extraña y especial, que, quizás, es mágica.
Recordar, de repente, que existen los atardeceres con una sensación extraña y especial, que, quizás, es mágica.
Mirar el cielo hasta perderse en un
azul perfecto, que no es muy rey ni muy aguamarina, sino del tono preciso,
gracias a esa justa mezcla de los rayos del sol. Es una ruta que, muchas veces,
es mejor recorrerla en solitario.
Más cuando perderse no
importa, porque la tranquilidad es tu compañía, en ese preciso momento cuando
el pedacito de cielo, más cercano al verde de las montañas en el occidente, se
convierte en un amarillo, para nada chillón ni mucho menos opaco; es un
amarillo cálido, que sólo está ahí, en ese instante.
De un momento a otro las nubes teñidas de un rosa simple, te llevan de
vuelta al camino por el que ibas, a esa rutina en la que andabas, antes de
empezar a divagar, de voltear tu vista al cielo, ese que de día y de
noche te acompaña, pero que muchas veces ignoras.
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